Fragmentos desgrabados de la charla ofrecida por Elina Khar dentro del ciclo Noches de Invierno Alógeno, año 2007, segunda parte. La primera se editó en la entrada del 29 de Junio de este blog.
Aquí leemos una inversión temporal ejercida por el editor: lo que leerán segundo fue, por secciones, lo primero dado en la charla, incluyendo -bonus- la emblemática pregunta por la embriaguez pascual.
(...)
Con el ManiKhem y la Estación Alógena, a través del encuentro con la lengua de los pájaros, abandonamos sobre otra espiral lo que habíamos abandonado desde el vamos: los límites disciplinarios ligados a la crítica cultural, literaria, filosófica o de arte, sin renunciar ni al arte ni a la filosofía ni a la literatura ni a la crítica, pero sí a las lecturas y formas de leer ejecutadas desde el punto de vista del escrúpulo (lo que clínicamente podríamos llamar el escrúpulo terciario --- un prurito, un acné ---). Escrúpulo que significa, sencillamente: qué bien leer Barthes –de un lado–, o Copi –del otro– y ... mmm qué horror leer Wilhelm Reich y Fulcanelli, qué horror leer a Sánchez y Revol!
Bien … así es como de a poco viene avanzando nuestro nuevo y ferviente desprestigio, la lengua de los pájaros, que para colmo de bienes aporta toda una enigmática del gozo. Y no dijimos goce, ya que otra vez tratamos de evacuar referencias semiótico-psicoanalíticas, sino lisa y llanamente gozo.
Claro: en algún otro momento, como alternancia a las vías cefalizadoras, se dieron en esta estación las vías minicerebrales, en otro las orgonáuticas, en otro las de la nueva carne. Ahora surge esta enigmática de las vías cardíacas vinculadas al gozo y –querríamos decir- a la gracia. Término este último que Alan Badiou aplica a la filosofía deleuziana en su totalidad, palabra que sorprende que vuelva a circular en la pensadería actual, que se caracteriza por lo contrario: una adaptación cada vez más acomodada, invisible, al chat terciario y pedagógico del nerd.
Concretamente la gracia parte -entre otras partidas- del hecho tan sencillo, como parroquiano y simplón, de afirmar, de cara a la mañana: “¿Qué hay? Todo es gracia”. Caracterización que nos sirve, ya que nos dice: y sí, qué hay, mezclo códigos, me hago pasar por poeta y soy astrólogo, me hago pasar por ambos pero soy un impostor, o bien me trato como impostor pero actúo como Rey para mi pájaro, y total qué, si todo es gracia.
De todas maneras tampoco querríamos posar tanto: mezclar códigos a la manera de la máquina de trinar no es para cualquier parroquiano. Es importante volver a tener en cuenta esta meditación del latido de la que hablábamos, ya que en ella se juega el alcance de la cardiognosis extática. Meditar, aquí, es un acto de concepción; contemplar, aquí, es un acto de producción. No distinguimos tal pasividad del meditar ni del contemplar: aquello que contempla se vuelve indiscernible de aquello que crea. Y crea menos quien contempla que la contemplación a la que entra y con la que funda un estribillo y una entidad.
De golpe estamos en una avalancha: cada cosa contemplada va a ser un preñamiento. De un salto llegamos al punto en que nada pre-existe a la ocasión actual en tanto prehensión vibratoria, y hasta incluso diríamos que nada se le resiste (la continua creación de novedad no es un problema de vanguardias, sino la enigmática inherente al plan de naturaleza). Allí donde ella pasa: extrae o extracta. Hay una suerte de proliferación de ingénitos que en realidad se revela, al pasar por su pliegue de media, como un infinito en acto concentrado en un grano. Este grano, para nosotros -que hoy nos dedicamos al pajarístico- va a ser un huevo. Este huevo hará pasar la contemplación como preñamiento (embrión del lado interno y embriología de las puntas), y por el otro, la cáscara o superficie confitada que la hará pasar como apetito.
Así surge la deriva de esta charla: este huevo que emitimos irá a producir y saciar lo que Lezama llamó, alguna vez, con una intuición demoledora, la embriaguez pascual. ¿Qué es la embriaguez pascual?
Como primera arrogancia de alumno délfico respondería que es la memoria actuando en el conocimiento de la materia. No una memoria a lo mnemosyne, una memoria platónica, que supervisa y decide sobre cada presente, sino una memoria bergsoniana, que en cuanto la recorrimos hacia atrás (si esto fuera posible), creó un aliquid o núcleo de indeterminación hacia delante. Memoria que no podríamos remontar porque su origen invita a producir los orígenes como producción. Y es en este sentido que esta memoria es una cuestión de apetito y embriaguez, una inteligencia voluptuosa, como la memoria creadora de las plantas , como la inteligencia de los estambres y pistilos: así se confunde a la ocasión cíclica, de era imaginaria, de la embriguez pascual. Que, para entender el temperamento de esta Pascua fuera de catequesis, desearíamos decir que es efecto colateral de su trasfondo panteísta-molecular, vinculado a la embriología espermognóstica de la Primavera.
Easter, la denominación inglesa de la Pascua, proviene de Astarté, y el culto cristiano de la resurrección se montó a los cultos regenerativos y priápicos de la Astarté pagana: de allí los conejos, liebres y huevos que desde el punto de vista cristiano exotérico no tienen mayor sentido. Lo mismo cabría decir sobre la continua aparición de las liebres en los grabados alquímicos. La Liebre de Marzo como el animal que acompaña y sigue los primeros pasos de la Primavera bajo el primer plenilunio tras el equinoccio, capaz de proveerle las pistas al artesano rabdomante (que busca, trans-ido, las aguas equinocciales).
Habíamos dicho que lo interesante es que este huevo anuncia el apetito pascual y sacia o aumenta lo que Lezama llamó embriaguez pascual. Y vimos luego que esta embriaguez abreva en cierta memoria actuando, en volutas (voluptas spinoziana) sobre el conocimiento de la materia (Bachelard también guía). Los huevos de pascua, en esto, junto a la lengua de los pájaros que ellos incuban, vienen a cumplir el papel de los vehículos y embriones de esta memoria. Son algo así como los huevos alados o soles alados egipcios, que viajan. Es también la voz que viaja –nuestra máquina alada de trinar–, pero que bajo el influjo de nuestro apetito se trata del viático que viaja, el alimento que itinera, o hasta incluso de las cápsulas chinas de cinabrio, que vuelan y hacen volar al sabio en bambula. Algo así como nuestros quásars, o como si nos comiéramos un quásar.
Pero esta embriaguez pascual tiene un correlato doméstico, sobre todo vinculado a lo que Lezama llamó las golosinas de reyes (el confite-quásar) y a lo que nosotros podríamos llamar, con Julio Azcoaga y unos cuantos alquimistas-panaderos más, la Confitura (Cyrano de Bergerac las saboreaba). Y por supuesto el huevo y sus piedras incrustadas como confituras reales, de Reyes. De hecho en el glosario alquímico confitura es igual a elixir de los filósofos. Nos dice Nicolás Flamel rimando: “Que sea hecha Confitura, compuesta de especie de piedra, y que sea hecha una medicina para curar, purgar y transmutar todos los cuerpos en verdadera Luna”.
Entonces, integrando niveles de respuesta a esta incógnita de la embriaguez pascual, alquimistas-panaderos y niños-niñoides acuden a nuestra charla con golosinas y confituras que, ojalá, nos invitarán a creer que son puntas de brotes inminentes, trinos de pajarístico y yemas de abedules. Y los que concurren, son ante todo los niños inengendrados que no leen ni duermen, que por eso acceden al Libro (no la Biblia, no la Torah, no el Corán): a la clase de Libro que se abre y sí!: es un pastel en tanenet, una milhoja inter-reinos, la engolada masticación de los estados nacientes de la percepción.
(…)
Próxima entrega cardíaca: Transistor, de Reynaldo Jiménez.
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