12.6.08

TAR.TARA.ZAIN. Segunda Entrega a Fragmentoides.


Capítulo 2
El Sotopalmar
- fragmentos -


Entrando y entrando al mato cada vez más espeso del soto.
Los mandriles se desilvanan tras el quebradero de los arbustos, sus trapos se enganchan a las ramas que pronto los orean, banderines de una sola noche entre las espinas. En algún lugar de esa jungla Gyula efervesce en su lab de esporas; en algún otro merodean sus consumidores eternos, perdidos entre los enebros con sus dobles eyectados a otros planos. Así de cierto y literal, nada de figuraciones inescrupulosamente gratuitas, sino la empiria directa y franca del zonul, empireuma que hasta un sorete realista anotaría.
“¡Ho!”: la lunecilla de mato y grillo, “¡oh!” en la in-máquina que rota, y ¡HA!-¡HA!-¡HA!: el viento libre del cinocéfalo.
Y tintos perlé
de los grillos
a un costado del falso Rover traqueteando, y yo, el viento Tar, que llevo las puertas de atrás abiertas para que aletee lento, … máquina transformada en pez metálico que rema a oxidaciones por el Soto ... y tan despacio ... en el espacio … que hasta habría tiempo para que salten las arañas por sus hilos hacia el cockpit.
Cómo adoro volver al Zoon así de acompañado, así de lento y sonajero por el fuera de campo, barquinando y predicador tras haber contagiado Hueso Muerto.
Los mandriles me pasaron hace rato corriendo y siempre tres o cuatro privilegiados levitan a ras del suelo por la calidad de la sangre que bombean cerca del alba: doctos aeróbatas … Cuando un mono levita tres perros ladran desde una comuna, es automático birlo, y de inmediato se desprende un penetrante olor a orines de los arbustos, dejando que se hilvanen los aires de un augurio goético. Cuando se huele esa sustancia por el brezal se percibe un hedor a tierra viva y árboles, compost proyectado por particlos disparados desde la selva orgónica. También ésta se anuncia de a poco tras la aparición de un megalítico arbustal con brazos de arena que hacen alfabeto, jardín alegórico. Atravesando sus primeras letras y catafalcos, veo dar vueltas a dos lentísimos figuretines, en telas blancas de sultanes, que basculan por el laberintío vivo. Caminan muy lento y luego se detienen mimetizados a una franja muy clara de arena, vibrando en las flechas de luz de sus ropas, dentro del vapor enlechado que se aposentó hace minutos.
Enfilo y me acerco a 20 por hora, mis aletas desvencijadas me anuncian desde lejos con sus clancs rastrojeros. Creo que ya me ven desde sus trompos ... simultáneamente los adivino: Eor y Zivo: uno de ellos en cueros pero con amplios pantalones de bambula. Los saludo con unos guiños de luz azul, Zivo está pintado de pe a pa por una cruz de talco cuyo travesaño va de muñeca a muñeca a través de los hombros, de un brazo al otro, mientras el palo vertical va de ombligo a vértebra sacra. Deben estar inyectados, en plena imbibición de alguna pócima forestal de Gyula, ya que son sus catadores predilectos, ambos entregados a esas faenas desde hace años, cuando se instalaron con Tim Al por el zonoide y fundaron una de las primeras comunas autónomas.


(…)


Ya ladran los acastillados perros del Dog al acercarnos a la Comuna del Nostoc … , ladran sin pausa ni más comentarios, a lo mejor levitaron un par de mandriles por el desierto y los siguen con sus narices, no lo sabemos, pero aquí vienen sus siluetas saliendo a oler a estos paisanos a contrapelo.
Las cosas de la luna: “el amor secreto y sin dueño”: … ¡ojo con las abruptas refinaduras del rufián! Y sí, es que a medida que entramos al caserío huelo a las mujeres-sombra del Dog.
Este asentamiento es una hendidura abierta en la selva que vuelve a conectar sobre los árboles a la hendidura mayor del océano. Pero no se trata de una comunidad psy-folk en las lomas de San Ignacio, sino de una austera y clandestina villa barroco-povera escondida en el mato menos conveniente y más impropio. Cuestión de abandonar a unas familias de experimenters en un hábitat saturado, ni muy bondadoso ni muy zen, más bien repleto de sugestiones vegetales y animé ...
Los perros al fin se callan cuando huelen los paños de bambula de Zivo y Eor, olisquean los huesos colgando de la minifalda de cordero que llevo puesta desde hace noches, tres bouquets muy conocidos para la jauría de hecáticos, en su equilibrio inestable de conos. “En la economía de los ecos los perros mandan”, lanza el Dog al estilo Jade y Ave, tras el saludo junto al alero del primer rancho.
Pero en el aire comanda el sostenido incansable de todogrillarse el perímetro, usina paleozoica en el piar de los iones. Ese piiiiiii-frrrrrr-fssssss interminable de la Comuna del Nostoc, alternado con el león subsistente del mar, es la composición acusmática que domina el espectro sonoro, las cuerdas de la memoria rasgando el pabellón del oido.
“Las alegorías de Ucello son menos barrocas que tu tatuaje”, vuelve a pancartizar el Dog al ver a Zivo entrar en terreiro, con un carnero tatuado en su vientre, cuyos cuernos, pasando a su espalda a través de los hombros, se transforman en un caduceo ofita con incrustaciones de piercing mineral, algo nadísmico, a lo largo de toda su columna vertebral de manta raya.
Zivo no responde al fraseo del Dog y me señala el rancho de la Estación Hidrobiológica, el más pequeño de las cinco covachas yuteras, allí donde Gyula cocina sus aguas y piedras al ritmo de la selva. Alguna vez repartió por la comuna unos volantes de rimas conceptuosos que decían, entre otras inflaciones: “¡Que la droga sea hidráulica y cinética / que toda operación sea hidropoética!”.
Atravesamos el gran patio de arena y altares ruinosos hacia el que apuntan todos los ranchos, en su hora más recargada, próxima al brindis diario aunque espontáneo siempre, de los habitantes en vigilia. Mientras tanto el Dog con sus hijas (nueve u once, más las primas y sobrinas parecidas a éstas que se indistinguen en las sombras de los cuartos, manipulando), deambulan despiertos en unos itinerarios sonámbulos pero receptores, cuando hay ese rebatir de abejas por todos lados. Puede que también se deba a tantas mujeres-sombra braceando en los cuartos, trucándose entre sí, en las trastiendas acocinadas de las casas. Alguna de ellas se detiene en la oscurecida verandah de yute y paja, silenciosa, batiendo caracoles dentro de su puño y practicando el aflato pítico, suscitando el punto indeterminado del brindis o lactación, como en un lentísimo incrementum de aplausos.
“La luna es el primer caracol que se escucha”, había escrito Gyula en otra entrega hace años, citando un comentario de una de las hijas del Dog, Sagala, de quien el herbalista se enamora cada día, en precisables horas planetarias. Ella se refería, decía Gyula, al caracol submarino y placentario del feto anfibio que había sido durante meses –por lo menos–, como algunos de ellos tras sus primeras lustraciones nilóticas en el Pantano.


(…)


Coqueterías de las sectas silvanas del Zoon, a estas horas comienzan a verse las mútuas ofrendas de pastel que se hacen las cocineras, la milhoja mercurial del alba, las tortas cocinadas por las que vibran a la sombra, quién sabe a base de qué semillas seleccionadas a la hora del Khu. Avanzan tres o cuatro con sus canastas repletas de pasteles portátiles en tanenet.
Mientras nos vamos dispersando frente a la milenrrama al centro del patio, Gyula mira al trasluz de la luna la botellita que se bajaron Zivo y Eor, y en medio de su pelicularse junto al árbol del arenero nos dice: “El más cristalino esputo de luna”.
Asentimos sin intercambiar comentarios, mientras se nos acerca Sagala, hija tremendamente dotada de espíritu del Dog: de carne irradiante, que al llegar a nuestra elipse corre el paño de su canasta de tesoros artesanales: joyas de la panadería vernacular, casi de oráculo: el hojaldre de unas milhojas craquelé, unos cericets con ron y vibuti, una abeja tostada en su pastilla de eucaliptus, panes de cereal con incrustaciones de piedra vegetal. Todo en la medida y dosis justa para generar el rayo a ser ampliado durante la jornada, según el regusto del Ojo, donde sea que se lo encuentre o produzca.
Sagala, para alegría de todos, es una morena con partículas niñoides tiñendo cada gesto sustraído al segundo, atesorado para el mejor rabdomante por venir, con seguridad de la tribu virtual de las más pequeñas y ungidas Isis Negras.
“Gracias”, atino a decir, inutilizado por la belleza amateur y transparente de la azafata descalza. Tomo uno de los hojaldres, el más parecido a un diminuto libro de horas, un capítulo persa de la repostería de Reyes: “Mmmm”, llego a decir regocijándome por todo, por muy poco y hasta por nada, al comprobar que estamos brindando sin haberlo enunciado, con ese harlo de panaderas de Bethlehem, a plena deshora del disolvente besando la tierra de la villa equinoccial.
Tras los primeros tragos de su té negro Sagala se entusiasma: “Anoche empecé la autobiografía de mi última inducción. Se va a llamar Viaje en caleidoscopio”.
Su intervención alienta unas risas cortas y súbitas, de saliva y mocos: ya no se aguantan las dosis de inocencia que la niñoide regala.
Alrededor de la escenita co-brindante el alba ya atomiza su luz azul-vérdigo sobre la arena, vaporismo venéreo que sube hasta un metro y medio de altura, para aspirar el vaho, mientras las cañas del entorno saludan a la esfera escenográfica con su aire de pastoras. Y la sola nota del sensarround de los grillos, comiendo de ese rocío picante que más tarde amasarán las femmes del Dog. En ese perfecto bodrio de trapos y cajones que saturan la comuna, nos perdemos hablando de los contactos con los hermanos y señoras, las interferencias de los Hombres-Leopardo y las Turas, tema que se deshace en otra fragancia cuando huelo, en semejante noche estrellada, la lluvia de dentro de dos horas. Sin calcularlo hago un gesto automático, más bien de aguafiestas, para continuar mi viaje en el Rover, abandonado quién sabe adónde en las afueras adunantes de la selva.

continuarán …

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