28.7.08

Salón Toth Oral. Primera Inseminación.

Julio Azcoaga en su gabinete espagírico de Hudson

Con esta entrada al Salón Toth Oral, se abre el recorrido por tres recámaras sucesivas, anticipaciones de una muestra ligada a la escritura orbital, diagonalífera: poemadomante y sin domeño, de parte de tres manos mágicas que faltan a clase: Julio Azcoaga, Lucio Arrillaga y Juan Salzano.
Dejamos pasar en primer lugar las dos páginas iniciales de Año Nuevo, por Julio Azcoaga, narración espumante con desbordamientos vegetales, olas estelares junto al lago, donde la fibra aérea de la bikini gotea despacio médula abajo -una nínfula asadora, administrando devocionalmente las brasas-, carne jugosa del asado menos referencial, donde los jugos drenan hacia arriba, riéndose de la gravitación, oh Shakti balnearia.

El Totho


AÑO NUEVO

Llegué a la mansión con una botella de champaña, pasadas las once de la noche en víspera de Año Nuevo. Todo estaba en completo silencio. Encontré la puerta del jardín entreabierta y subí la vieja escalera de piedra invadida por las enredaderas. Comencé a caminar entre los árbles, pateando en mi avance matas de hierba humedecida, sin cortar hacía meses. A mi izquierda veía los ventanales de la gran casa saturados de luz y color, y más arriba la cúpula del viejo solar, colmada de luces, titilando entre la fronda de los árboles. Dentro de las habitaciones podían verse todas las lámparas encendidas, todas las palmatorias, todas las velas disponibles, pero no podía reconocer a nadie moverse adentro ni afuera. Ningún familiar, ningún comensal, ningún niño, nadie.
Mi caminata por el bosquecillo se prolongaba rodeando la casa, internándome aun más en la vegetación. La hiedras, que lo cubrían todo desde siempre, ya casi no me oponían resistencia. Daba zancadas precisas, hundiéndome entre las hojas, viendo parpadear las luces de la casa entre los troncos de los cipreses y los robles y las magnolias y los tilos que iba esquivando en la oscuridad.
Observé la magnificencia de la casa, una fachada rústica y en decadencia, plenamente iluminada, con rastros de metralla y un bosque que se la devoraba día a día. Sin perros guardianes, sin rejas, sin patrullas, una casa solitaria e indefensa, con descascardaos salones para danzar y altillos donde montar laboratorios y gabientes de botánica, con pequeñas recámaras para practicar ejercicios de música una y otra vez sin ser visto ni oído, entrepisos con cuadros descolgados y pesadas cortinas para esconderse y tener aventuras románticas, habitaciones de huéspedes donde alojar poetas que vienen a recuperarse de la mala vida de la ciudad, recámaras secretas donde alojar fugitivos de la ley donde pudieran enardecerse en tranquilidad y escribir sus artículos clandestinos, una terraza donde ver la caída del sol en silencio detrás del arbolado suburbio, una biblioteca con libros sobre comunismo y colecciones soviéticas, una estancia con alfombras persas y sillones donde hacer reuniones secretas y conspirar, fumando y bebiendo café, con hombres y mujeres venidos de la ciudad.
Observé la fachada iluminada entre los árboles, sin detenrme, como el envoltorio de un faro solitario que parpadea sin un fin. Y vi esa voltura incierta que me encandilaba más allá de los árboles, y por un momento supe lo que ocurría adentro de ese cuerpo macizo y abierto con luces, logrando traspasar recámara tras recámara vacía, insuflándome como una ráfaga, orientándome térmicamente hacia el núcleo, un gran salón resplandeciente, atestado de gente comiendo jamón con melón y carnes frías con aderezs y ensaladas vistosas, y bebiendo vinos y jugos, y fumando y bebiend apertivos y cocktails, y hablando animados a lo largo de varias mesas unidas entre sí. Y logré verlos, desplazándome lentamente sobre las mesas. Sin ser percibido, navegando sobre el inmenso salón en una onda azulina, lentamente, a la altura de los candelabros, traspasando las llamas, casi rozando el pico de las botellas con la estela de mi exhalación, como si estuviera muerto, como si quisiera beber, permeándme en todo lo que allí ocurría. Luego sentí que no podría extender mucho más esa aparición, que me faltaba el aire, y el desprendimiento comenzó a deshacerse, retrayéndome de la voltura de la casa otra vez hacia el bosque, en una inhalación que relampagueó en mis costillas y me hizo toser convulsivamente.
Me tambalee sofocado, abrazando el tronco de un ciprés, y la botella de champaña se me deslizó del puño, rompiéndose contra las raíces del árbol. El precioso líquido se derramó generando un espumarajo espirituoso entre las hojas de hiedra y los vidrios, hasta que el suelo se lo tragó.
Cuando volví a recuperar el aliento, todavía encandilado por las luces de la casa, busqué internarme aún más en el bosque. Mis pupilas se expandían, agradeciendo la oscuridad bajo el follaje. Me iba alejando de la casa en dirección al estanque, esquivando las ramas, tanteando los troncos caídos, disolviéndome en el bosque. Pronto comencé a oir el canturreo de las ranas y los grillos. La tranquilidad era total. Podía sentir algunos murciélagos surcando las aberturas en la vegetación. Podía oir algunos animalejos apartarse de mi senda escabulléndose entre las enredaderas. Podía oír el ronroneo de las comadrejas amamantando. Podía oír el suspiro de los búhos entre las ramas bajas. Podía oír mi propia respiración.
A medida que me internaba adentro de la espesura, mi respiración se hacía más y más lenta, y mis pupilas inmensas se dejaban impregnar por las sombras.
Sólo unos pequeños parches de cielo se inseminaban entre la profusión de hojas. Sin embargo, al llegar a la orilla del estanque, el cielo nocturno se abrió paso entre los árboles. Algunos fuegos artificiales cruzaban el cielo y se reflejaban en el agua. No tenía reloj, pero sabía que debían faltar pocos minutos para las doce, para el brindis, la pirotecnia, los abrazos, el Año Nuevo estaría muy cerca.

Continuará …

Julio Azcoaga

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